El hombre tranquilo que no hincó las rodillas



Hace algo más de treinta y un años, el día veintitrés de Febrero de mil novecientos ochenta y uno,  estudiaba bachillerato en el instituto de “El Carmen”.  Me encontraba en clase cuando llegaron noticias de una intentona golpista en el Congreso de los Diputados. En aquel entonces militaba en las Juventudes Comunistas y participaba activamente en el movimiento estudiantil de mi centro, en donde Javier Alcázar y Joaquín Dóleradespués, fueron referentes.
Durante el recreo aprovechaba para comprar el diario “Mundo Obrero” en el quiosco que hay junto a la Confitería de la esquina del Jardín de Floridablanca. Las noticias de los días previos transmitían una sensación de confusión e incertidumbre. Pero un hombre tranquilo, de hablar pausado, orientaba entre una nube de humo hacia la firmeza del camino inexorable de la democracia. ¿Democracia imperfecta? Sin duda. ¿Cuál no lo es? Ese hombre era Santiago Carrillo. El mismo que tras los crímenes de los abogados de Atocha contuvo su rabia y uso la cabeza para que el PCE hiciera una demostración impresionante de fuerza, disciplina y orden. El impresionante y multitudinario silencio fue toda una demostración de poder.
A Carrillo lo conocí por primera vez siendo un chiquillo en las plazas andaluzas de algunos pueblos a donde me llevaba mi padre en los primeros mítines democráticos. Recuerdo el torrente de voz y la frase con  que comenzaba “…Nosotros los comuniiistas…”. Posteriormente, tuve ocasión de conocerlo poco después de que Tejero intentará ahogarnos nuevamente en las miserias de la dictadura. Y fue, por desgracia, en otro triste momento, tras un accidente del autobús que volvía de la fiesta del PCE. En el mismo murió, entre otros muchos camaradas, Agustín Sánchez Trigueros, Secretario General del Partido en la Región de Murcia. Y Carrillo vino a Murcia a consolar a las familias y amigos de los que perdieron la vida. El diario La Verdad guarda en su hemeroteca un amplio reportaje de lo acontecido aquellos fatídicos días que, sin embargo, sirvieron para la plena y definitiva aceptación de los comunistas murcianos por parte de los más reacios. Se extendió entonces, una impresionante ola de simpatía hacia los vecinos comunistas de nuestra tierra fallecidos.
En alguna ocasión posterior, en la sede de Santísima Trinidad, en Madrid, tuve oportunidad de verlonuevamente, al igual que a Dolores Ibárruri, que tenía un despacho en una de las plantas. Pero el momento más entrañable e íntimo fue cuando IU de Lorca lo invitó para que diera una Conferencia sobre la Transición española. Tras la misma cenamos en un restaurante en el que me acompañaban los concejales de IU de Totana y Lorca, Juan José Cánovas y Enrique González respectivamente. Nos habló de su vida y de sus vivencias personales, a veces con nostalgia otras con melancolía. Pero era un hombre que, ya entonces, podía decir aquello que ya escribiera Pablo Neruda: “Confieso que he vivido”.
El hombre que no hincó las rodillas el 23F en 1981 y elque no se arrodilló en 1936.


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